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La apostasía de la deshonra

martes, 1 de mayo de 2007


Quizás algunos imaginen a la edad media como a una época de profunda y unánime devoción, solo perturbada por eventuales escándalos de herejía (que la iglesia sabia reprimir, y en ocasiones, incorporar), o por pestes y hambrunas, notorias infamias que solían ser el efecto de las ciudades hacinadas y de las contiendas asiduas.

Pero el orden, vaga y discordante ensoñación de los hombres, rara vez abandonó su condición de utopía y aquella época, elevada hoy a la categoría de fraternal, no fue la excepción. Un ejemplo interesante es la dramática relación que sostuvieron el papa Bonifacio VIII y el rey de Francia, Felipe IV. Alto, distante, de tez pálida y mirada profunda, el rey Felipe IV era considerado por sus súbditos como el monarca más cristiano de la historia de Francia; tal era su profunda piedad, que no se privaba de las penitencias físicas del ayuno y el cilicio.

Había ascendido al trono en 1285 y estaba casado con Juana de Navarra, noble mujer cuya dote fue nada menos que los territorios de Navarra y Champagne. Felipe ciertamente no tuvo una infancia feliz, se rumoreaba que su hermano había muerto envenenado por su madrastra, y que el pequeño Felipe seguiría igual suerte, pero los fantasmas de su desprotegida niñez solo sirvieron para acercarlo a la religión y no alcanzaron a atenuar en absoluto su carácter.

De su padre Felipe III había heredado las tierras que conformaban su reino, y de las guerras que habían dado su forma a Francia, los aprietos económicos que lo obligarían a recaudar compulsivamente explotando al máximo las obligaciones feudales y expropiando, con los argumentos de la amenaza y el exilio, a las minorías menos estimadas, en particular los judíos.

Otro de los recursos dignos del gravamen real fueron los de la Iglesia Católica, sin importar el hecho de que para eso se necesitara un permiso del Papa. Ciertamente, como es de esperar con gobernantes de tan notoria presencia, no todas las opiniones que sobre él se manifestaban eran amables. Para Bernardo de Saisset, obispo de Pamiers, su temperamento grave y su escrupulosa religiosidad figuraban apenas una torpe caracterización de quien esperaba ocultar, detrás de esas imágenes de virtud, su naturaleza cruel e ignorante.

Para el rey estas expresiones del obispo no eran dignas de una cristiana disculpa y decidió ordenar su arresto. Quizás para darle un énfasis religioso, decidió que sería mejor acusarlo de blasfemia, brujería, traición, simonía, tortura y, por las dudas, fornicación. Pero esta orden, inevitable en temperamentos absolutos que pretendan alguna seriedad, no fue comprendida por otro de los espíritus categóricos de la época: el Papa Bonifacio VIII.

Este hombre había nacido en el pueblo romano de Anagni y había sido nombrado como Papa en 1294, luego de que un despavorido Celestino V decidiera abandonar los honores para regresar a su vida de eremita. Era, sin dudas, un hombre de fuerte carácter y sus convicciones universalistas lo llevarían a sentenciar, en su proclama de jubileo por los 1300 años del nacimiento de Cristo, que el era el César, mientras indultaba, magnánimo, los pecados de las 200.000 almas que visitaban la basílica de San Pedro.

Pero su proyecto de poder iba más allá de las meras alusiones honoríficas: tres años antes, en una disputa con la familla Colonna por una remesa papal, Bonifacio ordenó demoler todos sus castillos y conferir las tierras a su propia familla.

Tampoco toleró la ingerencia de Felipe IV en sus prerrogativas económicas y menos en las jurídicas cuando este detuvo al ya nombrado obispo de Pamiers. Si bien en un principio las divergencias fueron saludadas con los mohines afables de la diplomacia (Bonifacio llego a canonizar al abuelo de Felipe, Luís IX), pronto el Pontífice dio a conocer los límites de la caridad y de la paciencia. Casi de inmediato se sucedieron las bulas papales, los concilios, las sentencias, y hasta las amenazas de excomunión, pero esta nunca llegó.

Una tropa de mercenarios al mando de Guillermo de Nogaret, principal consejero del rey Felipe, y Sciarra Colonna, jefe de bandidos y perjudicado por las ambiciones del Pontífice, irrumpieron en el palacio de Anagni con la irrefutable intención de arrestar a Bonifacio.

Los acontecimientos hablaron una vez más del breve paso que separa lo sublime de lo ridículo: Bonifacio, majestuoso en su trono y con todas las vestiduras de su rango, enfrentó las exigencias de abdicación incondicional con palabras que pretendían ser últimas: “Aquí esta mi cuello, aquí esta mi cabeza”, pero Nogaret, poco afecto a las exaltaciones del heroísmo y el drama, simplemente se acercó y lo abofeteó.

El Papa, luego de ser oportunamente levantado del suelo, fue detenido en una de las habitaciones del palacio. Los acontecimientos posteriores no variaron lo esencial. Una revuelta de pobladores de Anagni lo liberó. Pero Bonifacio, humillado y enfermo, moriría un mes más tarde, el 11 de octubre de 1303.

Hasta aquí los hechos que guardan la memoria y los libros; ahora, abusando quizás de la imaginación y de la literatura, podemos figurarnos a Bonifacio, malogrado defensor del derecho ubicuo de una fe, intentando entrever, entre las nieblas últimas de la humillación y la agonía, el oculto significado que Dios asignó a su derrota.

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